Jesús Javier Baquera
Heredia
El amor es eterno es complaciente, no conoce la envidia.
No se jacta ni se envanece, no es descortés ni reclama nada
como suyo.
No se enoja, no piensa mal.
No se regocija en la injusticia.
Y se complace en la verdad.
Todo lo perdona, todo lo cree, todo lo espera…
Todo.
El amor no entiende de metaplasias, de hiperplasias ni
displasias, no quiere saber de atipias
ni de cambios regenerativos.
El amor es neoplásico, de alto grado, autónomo y con innata
tendencia a la diseminación virulenta.
No reconoce controles, invade y crea el ambiente necesario
para su expansión.
No duda. No remite ante remedio alguno y se han documentado
raros casos de regresión espontanea.
No se cura con la ausencia o la distancia.
El amor es atípico, pleomórfico, o como el mío, anaplásico…
estoy convencido de que su dimensión es tres veces superior al de los amorcitos
(del griego citos= célula) neoplásicos
circundantes; que sus abismos son hipercromáticos y que sus formas habituales
de multiplicación, bipolares y aburridas, se sustituyen con una inacabable
profusión de nuevas y excitantes posiciones, que los demás denominan
“atípicas”.
Puede fingir mil caras, pero su instinto fundamental es la
replicación, sin importar que conduzca a la necrosis.
Invade sin piedad lo caminos que conducen al corazón, no le
importa morir en el ser que le da origen… au contraire… muere con él y por él.
Hay algunos tan bien diferenciados, tan taimados, que saben
esperar y diseminarse subrepticiamente… ésos, ésos son tan intensos que podrían
minar la resistencia de galaxias enteras.
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